sábado, 29 de agosto de 2009

Ese VinO tan EspeciaL

Mi cabeza daba vueltas, desvelada por las continuas historias que mi fantasía elaboraba, una tras otra, con una velocidad pasmosa, recreándose en cada detalle de las imágenes que suscitaba el recuerdo de su tacto y de su olor. Estaba tumbado a mi lado, semidesnudo, dormido plácidamente. Pero ahora yo no recordaba por qué. Cerré los ojos para intentar acariciar el sueño anhelado, pero lo único que conseguí fue traer a mi mente todos los segundos que pasamos juntos hacía tan sólo unas horas. Y entonces empecé a recordar…

Tras la cena de ayer, me invitó a tomar la última copa en el pub de siempre, pero ya era muy tarde y cuando llegamos estaba cerrado. Propuso tomarla en su casa y así aprovecharía para enseñarme su última adquisición artística.

Una vez allí, me mostró una extraña escultura metálica, amorfa, abstracta, cuyo valor artístico no supe encontrar por el precio que dijo había pagado.

Me ofreció tomar una copa de vino y acepté. Abrió una botella de Pago de los Capellanes reserva del 2001, pues él sabía que me encanta el sabor a vainilla y a coco que con cada sorbo queda en el paladar. Me llenó la copa y se sirvió otra para él. Era una noche fría y lluviosa, así que se acercó a la chimenea y preparó un poco de leña para encenderla. Poco a poco, las pequeñas lenguas anaranjadas de fuego se fueron convirtiendo en una cálida fogata. Señalando una butaca me dijo:

-Ven, acércate un poco al calor del fuego.

No hacía falta, yo ya había entrado en calor con la primera copa de vino. Degustábamos el goloso néctar tinto, mirándonos fijamente. Aún siendo amigos desde hacía varios años, esta noche inexplicablemente me turbaba con su mirada, tan silencioso y observador. Me sentía excitada y acariciada por sus ojos. Sentía deseos de abalanzarme sobre él y desnudarle frenéticamente para besar toda su piel. El calor de la chimenea, en la penumbra de la habitación solamente iluminada por el resplandor de las llamas, me encendía aún más. El ebrio efecto del vino me aturdía y calentaba mis pensamientos. Dejé la copa en el suelo y, ante su atenta mirada, inicié yo sola el extraño viaje entre dos viejos amigos que nunca se habían deseado hasta ahora…

Sin levantarme de la butaca, alcé unos centímetros la falda y me quité el tanga. Separé un poco las piernas y comencé a acariciarme con la provocativa intención de que fuese él quien continuase el recorrido por mi piel hasta encontrar el calor y la humedad de mi sexo. Pero se quedó en su butaca, mirándome mientras bajaba la bragueta y dejaba salir el deseo que ardía bajo su pantalón. Le miraba y segundos después cerraba los ojos para imaginar que mis dedos eran los suyos, paseando y explorando dentro de mí, notando como mi humedad iba empapando mis dedos. Volvía a abrir los ojos y le veía en la otra butaca frente a mí, autocomplaciéndose lentamente.

Al abrir los ojos de nuevo vi que esta vez él estaba allí, arrodillado frente a mí, con una mano sobre mi pierna, deslizándola suavemente hacia el interior del muslo, y con la otra mano acariciando su desnuda erección. No sé cuánto tiempo pasamos así hasta que me cogió por la cintura y me deslizó por la butaca hacia el suelo.

Él se quedó sentado sobre la alfombra. Yo me arrodillé frente a él y con mis labios rocé su sexo, abrí la boca y dejé escapar mi cálido aliento sobre la dura y sonrosada piel que sujetaba entre mis manos, para después regalarle mi lengua y con mi boca llenarle de placer. Le lamía despacio, sin prisa, primero con la punta de la lengua y después con la boca entera. Sus manos guiaban mi cabeza al ritmo de sus movimientos, lentos, sujetando con sus dedos mi pelo mientras él gemía casi en silencio. Su respiración entrecortada se aceleraba un poco más cada vez que mi boca subía y bajaba al compás de sus jadeos, alimentando aún más mi deseo. La piel de su sexo caliente brillaba bañada en mi saliva cada vez que salía y entraba de nuevo en mi boca. Aceleré el ritmo para deleitarle unos minutos antes de darle un respiro para incorporarme y tumbarle a él sobre la alfombra.

Abrí mi bolso y saqué un condón. Me desnudé y me senté sobre sus piernas, para desabrochar su camisa y quitarle el pantalón. Besé su piel desde el ombligo hasta el cuello, me acerqué a su boca, dibujé sus labios con mi lengua y busqué la suya para besarnos, besos húmedos, largos, lascivos. Mientras me besaba hundió un dedo en mi boca, después en mi sexo. Jugueteó unos minutos con sus dedos, haciéndome llegar al borde del orgasmo, después me alzó un poco y me acomodó sobre él, para que le sintiera dentro, caliente, duro. Me movía sin dejar de besarle, me quemaban las rodillas del roce de la alfombra, me quemaban los labios del roce de su boca, me quemaba por dentro del roce de su sexo…

Y me abandoné, sólo veía sus ojos mirándome fijamente, notaba sus manos apretando mis pechos, sentía sus manos apretando mis nalgas, empujándome más adentro. Le veía estirado semidesnudo en el suelo, le oía jadeante bajo mi cuerpo… y le susurré al oído “no, no te muevas, yo me muevo por ti. Déjame llevar el ritmo, déjame sacar los más bajos instintos que hay en ti, déjame mostrarte lo que esta noche puedo hacer para ti…”

Saciamos el ansia que permanecía dormida de años atrás. Tumbados, sentados, de rodillas…Una vez. Y otra. Y otra más. Finalmente me quedé sobre su cuerpo desnudo, él se quedó dentro de mí. Abrazados, sudorosos, exhaustos ¿cuánto tiempo ha pasado desde que llegamos?

Nos habíamos quedado dormidos. Abrí los ojos, sólo un instante, para contemplar su cuerpo junto al mío, bajo una manta que no recuerdo cómo llegó hasta allí. Ya era de día, bajo la chimenea había tres preservativos anudados junto a la botella de vino vacía y del fuego sólo quedaban cenizas, pero metí mi mano bajo la manta y comprobé que su fuego aún seguía encendido. Mmm…comenzó el día igual de excitado que como lo acabó anoche. Mi cabeza ya no daba vueltas, no necesitaba fantasías, ahora recordaba porque estabamos aquí.

“Buenos días” me susurró. Sonrió mordiéndose el labio. Y vuelta a empezar…

viernes, 19 de junio de 2009

ComO en los ViejoS TiempoS...

La tarde se presentaba aburrida. El bochorno del mediodía ha dejado mi piel pegajosa. Tumbada en la toalla al borde de la piscina me remojo constantemente, pero el calor viene de dentro y no se disipa con la humedad aplicada. No hay ni una pizca de brisa que remueva el ambiente y refresque mi piel mojada. Miro mi móvil, que no ha dejado de sonar en silencio toda la mañana, y escondida entre todas las llamadas reconozco con sorpresa un número que me resulta muy familiar. Curiosa, devuelvo la llamada. Nadie contesta. Insisto de nuevo. Tampoco contesta nadie esta vez. Se me escapa una carcajada y vuelvo a llamar. Esta vez contestan. Era él. Después de tres años aún reconocía su número, tantas veces marcado y hoy borrado de mi agenda. Al oir su voz, recordé la última vez que nos vimos, cuando le despedí en el aeropuerto. Antes de marcharse, mordió mi labio después de besarnos, dejando durante varios días una pequeña herida de recuerdo.

-Hola preciosa. Me preguntaba si insistirías tres veces como en los viejos tiempos. Me preguntaba si recordarías quien soy y si te apetecería verme hoy... A mí me encantaría verte. Estoy en la ciudad.

-¿Será una visita rápida?

-Nena, demasiado tiempo deseándote…

Sus palabras llegaban con su peculiar tono lascivo y no pude evitar recordar esa mirada que tantas veces me ha hecho sucumbir a sus deseos. Y su voz, que siempre me ha trastocado, más por teléfono que en persona. Intenté en vano eludir la cita.

-Tengo bastante trabajo atrasado. ¿Lo dejamos para otro día?

-Mentirosa… dime… ¿no estarás desnuda en la piscina? Sólo de imaginarte ya tengo la sensación de que me va a explotar el pantalón.

Conocedor de su poder sobre mí, volvió a entrar en mi cabeza mientras susurraba que en media hora estaría picando al timbre de casa.

Como en los viejos tiempos, estaba nerviosa. Su presencia me alteraba y al tiempo me excitaba. Sólo treinta minutos para prepararme. Una ducha rápida y poco más.

Tras una breve conversación subida de tono, me metí en la bañera y pensé en aliviar la tensión allí mismo, y sin darme cuenta me estaba acariciando en un acto de autosatisfacción. Pero no había tiempo. Me enrollé en una toalla y fui a la habitación. Abrí el cajón “especial”, buscando esa ropa interior que tanto le gustaba. Pensé que con el calor que hacía era mejor olvidarme de las medias. Qué equivocada estaba…

Picaron al timbre. Abrí la puerta y allí estaba él. Como si fuera ayer cuando vino a despedirse hace tres años. Como si sólo hubiera transcurrido un instante. Le invité a pasar y cerré lentamente. Se acercó a mi oído para decirme cuánto me había echado de menos, al mismo tiempo que mordisqueaba mi oreja y mi cuello.

Como en los viejos tiempos, cerré los ojos esperando su beso en los labios, mientras mis manos comprobaban bajo su pantalón que una abultada sorpresa me daba la bienvenida. Gimió cuando mis dedos entraron por su bragueta y recorrieron el camino que ya sabían de memoria… y sin dejar de besarme volvió a gemir cuando, descontrolada, empecé a desnudarle.

Ya no hicieron falta más palabras. Se apartó para cogerme la mano y conducirme al sofá. El mismo sofá de nuestros juegos, retapizado, presidiendo ufano el salón. Me desnudaba despacio al tiempo que besaba mi piel. Me notaba húmeda y él lo sabía, pero quiso comprobarlo metiendo su mano bajo mi ropa interior. De reojo vió el cajón de la cómoda semiabierto, con una media colgando. Se levantó, abrió el cajón y las cogió. Balanceándolas con una mano susurró:

-Ponte las botas… como en los viejos tiempos.

Sin pensármelo dos veces, fui a buscarlas. Ya no me importaba el calor que hacía, sólo pensaba en complacerle. Quitó la poca ropa que ya me quedaba y dejé que me pusiera las medias y las botas. Me coloqué de rodillas en el sofá, de espaldas a él, como en los viejos tiempos.

Sus manos iniciaron el recorrido desde mi nuca, luego por la espalda, provocando un escalofrío estremecedor. Se desviaron un poco hacia mis pechos y continuaron bajando hasta las caderas. Noté su mano caliente colándose en mi entrepierna y su aliento sobre mi sexo. Sus dedos exploraban, acompañados de su lengua. Su dedo pulgar se separó e inició su aventura por detrás. Su lengua lamía, arriba y abajo. Volví a gemir al compás de sus dedos cada vez que se hundían en mi interior un poco más.

Cuánto tiempo esperando este reencuentro. Sabía lo que venía ahora cuando su otra mano dejó de acariciar mi espalda. A los pocos segundos estampó una delicada palmada en mis nalgas. Mientras su pulgar intentaba abrirse paso, cada movimiento de sus dedos era acompañado de un cariñoso azote.

Gemía y me movía al son que él marcaba, de nuevo... Levanté mi cabeza y girándome le dije:

-Demasiado tiempo echándote de menos…

Cogió el lubricante que ya había dejado yo en la mesita anexa y vertió un poco sobre mi espalda. Notaba el espeso líquido resbalando lentamente por mi piel. Me cogió por la cintura, bajó un poco mis caderas y extendió el lubricante suavemente. Volvió a insistir con su pulgar unos minutos más...

Se acabó de desnudar y, sin moverme de la postura que estaba, se acercó por detrás...y allí se quedó. Detrás. Donde más le gustaba estar.

Al final la tarde no ha resultado tan tediosa como parecía. Y hemos vuelto a manchar el sofá. Como en los viejos tiempos...

martes, 27 de enero de 2009

LluviA AfrutadA (I)



-parte I-                                                            (ver parte II)


Observo el sol de media tarde cómo ilumina los tejados, proyectando su reflejo en los cristales de las ventanas con un color anaranjado encendido, inundando de color las calles y transformando el blanco de las fachadas de las casas en un tono de suave salmón.

Me gusta pasear a esta hora por las estrechas callejuelas desiertas, donde el silencio sólo queda interrumpido por el sonido lejano de las cigarras en su incomprensible diálogo. Mis pies no me llevan a ninguna parte, simplemente me dejo llevar, buscando la ubicación del caño de agua que suena más fuerte con cada paso que doy. Al llegar a la esquina, una diminuta fuente asoma tímida de la fachada de una casa, arrojando un escuálido chorro de agua a través de un gigantesco caño. Hace frío pero me apetece mojar mi cara y dejar que el gélido viento la seque. Un escalofrío me estremece, recordándome los que tú provocaste ayer al rozar tus labios sobre mi piel.

Me tumbo bajo una higuera solitaria, dejando que el tenue sol caliente mi cara mojada. El olor de la hierba salpicada por la humedad de la tarde se mezcla con el aroma de menta que crece al pie de este árbol. Cierro los ojos y me dejo llevar, imaginando que estás aquí, junto a mí, acariciando mi pelo, enroscando mechones entre tus dedos, hasta que me vence el cansancio y me duermo soñando contigo:

Me traslado a la lluviosa tarde de ayer. El sol intentaba asomar tímidamente entre las nubes, en una pugna con ellas en las que se iban alternando claros y sombras, por el efecto de la luz tenue de los rayos que éstas dejaban escapar. Subí a la zona de restaurantes y me acerqué al que tenía vistas al exterior. Me apetecía sentarme en una mesa junto a la ventana para absorber un poco de luz solar, pues hacía ya una semana que la lluvia no daba tregua alguna al sol. Al observar detenidamente la concurrencia del local te veo saludándome desde la barra. Me alegro de encontrar una cara conocida y me acerco hasta ti. Las últimas veces que hemos coincidido, has estado rehuyendo mi mirada, reavivando la tensión sexual reprimida y olvidada, en ese lugar donde se guardan las fantasías y los sueños prohibidos. Tú suponías que tus esquivas miradas lograrían adormecer la bestia que se aproximaba, irremediablemente, hacia nosotros dos. Pero en la penumbra de la tarde nublada su sombra acechaba, buscando sus nuevas presas: hoy, tú y yo.

Me acerco a saludarte; tu brazo se adueña de mi cintura y tu mano se acomoda allí. “¿Qué te apetece comer?” preguntas mirándome fijamente (ahora sí) a los ojos, como si tu pregunta esperase encontrar la respuesta que tenía encerrada en mi boca. Me aproximo a tu oído y te susurro: “A ti”

Tú, al oírlo, aprietas tu mano en mi cadera en señal de aprobación. Me libero de ti lentamente y me dirijo a la puerta para bajar al aparcamiento. Mientras me alejo, me siento acariciada por tus ojos; noto tu mirada recorriéndome, intentando colarse bajo mi ropa, penetrando hasta mi alma.

Cuando llego a la rampa mecánica me giro y veo que tú sales en ese momento del restaurante; has dejado tu aperitivo intacto sobre la barra. Al bajar a la última planta vuelvo a girar mi cabeza para mirar de reojo y asegurarme que sigues detrás de mí. Alcanzo mi coche y me quedo allí, apoyada en la puerta del copiloto. Veo cómo te acercas lentamente, sonriéndome, hasta que te quedas frente a mí. Pones tus manos en mis caderas, dejándome atrapada entre tu cuerpo y mi coche. Me besas, y por un momento nos olvidamos del lugar, del riesgo, del mundo entero…

Levantas mi vestido y pasas tus manos suavemente por mis muslos, muy despacio. Un escalofrío recorre mi cuerpo, de arriba a abajo, de dentro a afuera. Tu mano derecha huye del cobijo de mi falda y se esconde tímidamente en mi nuca, bajo mi pelo. Tu mano izquierda, valiente, se aventura y se adentra bajo mi ropa interior, como una serpiente sigilosa invadiendo una madriguera. Tus dedos se pasean por mi sexo delicadamente, arriba y abajo, casi sin rozarme.

Intensos y dulces minutos. Vuelves a colocar mi vestido en su sitio y me coges de la mano. Me llevas a través del parking en busca de tu coche. Buscas la llave en tu chaqueta y desde el bolsillo accionas el mando; los cuatro intermitentes se encienden al tiempo que nos acercamos. Abres la puerta trasera, me invitas a entrar y subes tú también. Mientras me quito la chaqueta, dejas la llave en el contacto para que suene la música. De los altavoces fluyen las notas de Air; bajas un poco el volumen y te sientas a mi lado. Me acercas hasta ti y me acomodas sobre tus piernas.

Y comienza el viaje.

LluviA AfrutadA (II)



-parte II-                                                    (ver parte I)


Sentada de lado, sobre ti, apoyo mi espalda en la puerta del coche y te observo sonriendo dulcemente, mientras bajas muy despacio la cremallera de mis botas. Las quitas y las dejas caer en el asiento delantero. Tus dos manos envuelven mi pie derecho y suben lentamente por mi pierna a través de la media, llegas hasta el ombligo dibujando un círculo alrededor y bajas por la otra pierna. A medida que tus manos se deslizan hacia abajo, arrastran tras de sí la media, dejando la piel y el vello erizado, que responde a tu contacto como si miles de burbujas me hicieran cosquillas al querer escapar de mi interior hacia la superficie de mi piel.

Sigues acariciándome, apartando la tela que se interpone entre los dos. Despacio. Cada beso, cada caricia, me envuelve en una niebla erótica que se deshace en gotas de deseo, sumergiéndome en la laguna de mis fluidos hasta dejarme sin aire. Y acabas lo que empezaste hace unos minutos cuando estábamos de pie junto a mi coche.

Casi sin recobrar el aliento me incorporo, y me paseo por tu cuello con mi boca, mientras desabrocho tu camisa lentamente. Tras cada botón que abre su puerta, un beso se instala sobre la piel que escondía. Con la camisa abierta, deslizo mis manos por tu cintura para acariciar tu espalda y sacar la camisa que aún queda atrapada en tu pantalón. Sin dejar de tocarte y de besarte, retorno al punto de partida y desabrocho tu cinturón, y la cremallera del pantalón, tan despacio que tiemblas al rozar tu erección con mi mano.

Me ayudas a quitarte los zapatos; después tu pantalón junto con los calcetines. Me dejo deslizar con cuidado entre tus piernas para quedarme en el suelo. Mis labios resbalan desde tu ombligo hacia abajo, más abajo… Acaricio tus muslos con mis dedos, dibujando figuras de jinetes imaginarios que desean subir sobre el corcel desbocado que se estremece bajo tu ropa interior. Finalmente le abro la puerta y le ayudo a salir, besándolo dulcemente, con besos cortos y delicados primero, y con besos largos y húmedos después.

Te degusto como si fueras un delicioso manjar, lo meto en mi boca lentamente, jugueteo con mi lengua, bajo y subo mis labios haciéndolo desaparecer en mi garganta, una y otra vez, hasta que tu respiración jadea y me ofreces tu pasión contenida, cual poción mágica para calmar la sed. Con mi lengua te lamo dulcemente entre sacudidas de placer.

Me vuelvo a sentar sobre ti y nos quedamos así, en silencio, mirándonos, acariciándonos, besándonos. Sujetas mi cara dulcemente entre tus manos; dibujas la comisura de mis labios con tus dedos y preguntas: “¿qué puedo hacer por ti?”. Giro mi cara un poco para besar tu mano y te respondo: “de momento invitarme a comer. Después ya te diré”

Nos vestimos dentro de tu coche y me llevas a buscar el mío. Te sigo. Me invitas a comer en tu casa; llegamos y aparco dos calles más abajo. Ha empezado a llover otra vez. En el trayecto nos devoramos a besos bajo la lluvia, parándonos cada tres metros para saborearnos con ansia. Subimos, abres la puerta de entrada y la cierras apoyándome en ella. Me secas la cara con tus manos y me dices “quítate esta ropa mojada y espérame en el sofá”. Te marchas a la cocina. Yo obedezco y te espero, observando cómo troceas unas piezas de fruta mientras voy desnudándome frente a ti. Miras de reojo y sonríes. “Vamos preciosa” y me arrastras de la mano hasta el sofá. Me tumbas y vas colocando estratégicamente trozos de fruta sobre mi cuerpo desnudo. Está fría y mi piel se eriza. Coges una uva y la pones en mi boca; la sujeto con los dientes y los hundo en ella lentamente hasta que estalla en mi boca derramando su jugo, que resbala por mis labios. Te acercas y me quitas la uva, besándome, cediéndome a cambio tu lengua, a modo de préstamo temporal hasta que una jugosa fresa la sustituye. Mientras la como, tú haces lo mismo con los pedazos que hay repartidos en mi cuerpo. Cada trozo que desaparece es sustituido con mimo por un mordisqueo sutil. De vez en cuando depositas en mi boca alguna porción más de fruta mientras tu boca prosigue su improvisada excursión sobre mí. Separas lentamente mis piernas para bucear en mi intimidad. Nadas con tus dedos primero, y con tu lengua húmeda y caliente después. Luego te acoplas sobre mí y te meces con cadencia, en un vaivén acompasado, una y otra vez.

Dos bocas unidas, convirtiendo las lenguas en ávidas exploradoras de cada centímetro de piel. Nuestras manos descubriéndonos lentamente, dejando al desnudo la más absoluta intimidad. Piel contra piel, boca contra boca, avanzando tímidamente en el camino del placer, de besos húmedos y de besos calientes, tú sobre mí y yo sobre ti, mientras la noche corre deprisa a buscar la luz del día.

Amanece en la ventana y la magia continúa en el ambiente. Piernas entrelazadas y tu cuerpo tras de mí. El primer sonido del día, tu voz. La primera visión del día, tus ojos. Tu boca me besa el cuello, la mía busca la tuya. Tal vez sea la última vez… Hay ocasiones en la vida en las que se nos ofrece situaciones impredecibles, que pasan deprisa pero que nunca se olvidan.

Quizá no vuelva a verte, quizá no vuelvas a verme, quizá esto no cambie nada el rumbo de nuestras vidas, pero en el interior de cada uno de los suspiros que salgan de mi boca se escapará algo de ti…

jueves, 4 de diciembre de 2008

El GuardiáN del MaR (I)





Hemos sido los primeros en llegar, todavía falta más de media hora para la reserva de la mesa. Casualmente, los dos hemos pensado llegar un poco antes para ver la puesta de sol sobre el mar. Paseamos en silencio, uno al lado del otro, sin mirarnos, yo pensando en ti, y tú, ahora lo sé, pensando en mí. Te detienes ante el murete con la intención de sentarte, indicándome con los ojos que me acerque a tu lado. Con la mano sacudes un poco la superficie de la piedra del muro para quitar restos de arena antes de sentarnos. Hoy el mar está bravo y el sonido de las olas al romper se amplifica entre las rocas. El sol está ya muy bajo, y por suerte no hay nubes en el horizonte que nos impida ver el ocaso. El cielo ha pasado de azul a magenta, luego a rosa y finalmente a naranja, transformando el horizonte vespertino sobre el perfil de las rocas en una preciosa postal. Con la mirada en el infinito, te susurro que me encanta el mar cuando el sol va desapareciendo poco a poco, invitando a las olas a engalanarse de espuma para bailar al son de una bella melodía y dar la bienvenida a la luna. Suspiras, y con tus dedos acaricias mi mano que está junto a la tuya. A veces pienso cuando te miro que eres mi guardián del mar, de mi mar, que cuida cada movimiento de las olas para que por las noches hablen para mí, envolviendo mi mente y llenándola de historias que quedaron perdidas entre sus aguas y el tiempo… Compruebas el reloj y me dices que ya es casi la hora. Nos levantamos y hacemos el camino inverso, también en silencio. Dos coches se detienen junto a nosotros, es el resto del grupo que ya se dirige hacia el restaurante. Nos recogen y llegamos en pocos minutos. Allí nos acomodan en una gran mesa y tú eliges sentarte frente a mí. Después de cenar nos repartimos en los coches y yo cojo el mío, por si decides venir conmigo. Pero no sabías que iba a cogerlo, así que te quedas en el que ya habías subido. Conducimos hasta el puerto y nos quedamos allí, en una fiesta particular de unos conocidos del anfitrión. Sobre las tres de la madrugada ya empiezo a acusar el cansancio, y comienzo a despedirme de todos. El último tú. Ante mi sorpresa, hacía rato que estabas esperando a que me marchase para aprovechar la ocasión y pedirme que te acerque a casa.

Durante el trayecto volvemos a pasar por el lugar donde hace unas horas estábamos sentados. Me preguntas si me apetece parar un momento, y te digo que sí. Pero no nos quedamos allí, sino que bajamos hasta la playa desierta. Nos sentamos entre las barcas varadas en la arena y, recostándote de lado con la cabeza apoyada sobre tu mano, comienzas a hablar. Me preguntas si sabía que hoy es la noche propicia para ver la lluvia de estrellas de verano conocida como Las Perseidas o Lágrimas de San Lorenzo. Sí lo sabía, pero me encanta escuchar tu voz así que te dejo continuar. Prosigues diciendo que este año, el fenómeno coincide con fase de Luna Nueva y que la ausencia de luz lunar y la máxima oscuridad favorecerán su observación. Me comentas que este evento tiene su origen en la constelación de Perseo, y me haces una breve explicación del fenómeno. Terminas diciendo que es hora de tumbarse y de observar, y que si veo alguna estrella caer puedo aprovechar para pedir un deseo. Nos echamos boca arriba sobre la arena para contemplar la grandeza del firmamento, en la oscuridad de la playa. Las barcas nos arrinconan en un improvisado refugio oculto a las miradas indiscretas, con el sonido del viento acompañando la melodía de las olas. A tu lado, mi mente se evade irremediablemente hacia miles de fantasías deseosas de ser compartidas contigo.

Tu voz me susurra al oído: “Ayer soñé contigo, y conmigo…pura fantasía”. Te contesto citando una frase idónea para la ocasión: “hay que inyectarse todos los días una buena dosis de fantasía, para no morir en la realidad.” Aunque sea soñando...

Y después, tus labios acercándose a los míos lentamente. Tu boca se queda a escasos milímetros de la mía, acelerando mi pulso. Tus ojos preguntan si puedes besarme. Los míos te lo confirman cerrándose. Y en un instante tu lengua se entrelaza a la mía, mientras tu brazo pasa sobre mi cuerpo para hacerme prisionera de tu deseo. El tiempo se detuvo. No recuerdo cuánto estuvimos allí besándonos, cuántas veces tus labios rozaron mi cuello, cuántas veces tus dedos pasearon por mi cuerpo, hasta casi hacerme perder el aliento.

Tus manos me van desnudando lentamente, las mías se apartan para dejarte hacer. Tiemblo, de deseo, al sentir tu boca en mi piel. Mordisqueas mis pechos, mientras tus manos suben hasta las mías para sujetarme y someterme sutilmente a tu voluntad. Notas que me gusta, y excitado empiezas a recorrer mi cuerpo, con sumo cuidado, mientras yo me dejo llevar por esa ola de calor, que me quema y me deja a tu merced…  

El GuardiáN del MaR (II)


Tecleando lentamente las letras del portátil para contestar tú ultimo mensaje, me llega el recuerdo de tu voz, de tus ojos, de tu olor... Termino de escribir la frase y lo releo todo una y otra vez, antes de tocar la tecla de envío.

Ni demasiado evidente ni demasiado sutil. Y al apretar la tecla me imagino todas esas palabras agolpadas intentando pasar a través de un minúsculo túnel, iluminado por pequeños chispazos con cada letra que lo roza. Y al llegar a su destino te ilumina la pantalla, como una bomba a punto de estallar, impaciente por dejar su carga, palabras ansiosas por cumplir su misión de ser leídas.

Apago el ordenador y me quedo un rato en la silla, con las piernas encogidas sobre el asiento y la cabeza apoyada sobre las rodillas. Pienso que ha sido un día rápido, apenas he comido pero no tengo hambre. No sé cuanto rato ha debido pasar desde que me acurruqué en la silla pero un ladeo de cabeza me indica que me había quedado dormida.

Suena el interfono de casa, con un zumbido rápido. Sólo uno. Voy lentamente hacia la puerta y pregunto quien hay. “Soy el guardián del mar”

He reconocido tu voz. Abro y dejo la puerta entornada, esperándote tras ella. Oigo tus pies descalzos deslizarse sobre cada escalón, en un sonido amortiguado por tu tarareo cantarín. Apareces por la puerta, con los zapatos en una mano y en la otra un libro. Mi libro. Y sin entrar me lees en alto la dedicatoria que escribí:

“En el diálogo que las olas tienen con las rocas escuché tu nombre. En el murmullo de la espuma que el mar deja sobre la arena reconocí tu voz. En las pisadas que quedaron hoy en la playa vi tu caminar. Y entonces supe que tú también habías estado allí. Es la huella que dejas al pasar lo que amo de ti”

Dejas tus zapatos en el suelo y empujas lentamente la puerta para descubrirme tras ella. La cierras y te quedas allí mirándome. Sin parpadear aguanto tu mirada y te regalo una tímida sonrisa. Me coges una mano y acercándote me dices “Vístete, nos vamos”.

Subimos a tu coche y nos vamos carretera arriba hasta el faro. A unos pocos metros de donde dejamos el coche hay una casa y un refugio de madera. Bajo sus cimientos, un abrupto y escarpado acantilado. Hace mucho viento y me ves tiritar. Te acercas y me rodeas con tus brazos, caminando lentamente hacia la casa. Ya me habías comentado que vivías en un sitio peculiar, pero nunca imaginé un lugar así. Entramos y enciendes la luz. Sin soltarme me conduces hasta una escalera que acaba en una puerta de color blanco. Antes de entrar coges mi cabeza entre tus manos y me besas, un beso tras otro van cayendo sobre mi boca.

Al encender la luz tras esa puerta, veo una amplia habitación, casi vacía. En el centro, una cama con un gran dosel con columnas barrocas de caoba negro y sábanas de raso rojo. Las paredes pintadas en blanco y negro, ocultando la puerta que da acceso a la estancia. Un columpio-hamaca cuelga del techo, frente a un gran espejo. En una esquina un tocador sobre el que hay un collar negro de cuero, y unas cintas de terciopelo con muñequeras para sujetar a la cama... Al lado, una nota en papel de seda blanco, doblado por la mitad, con la palabra clave para poner fin al juego en el momento en que se desee.

“Duerme conmigo esta noche” me pides mientras apartas mi pelo de la nuca para besarla. No puedo negarme, un intenso deseo recorre mi cuerpo y no quiero que acabe. Será la última vez, lo sabes, lo sé. Coges el collar y lo abrochas alrededor de mi cuello aprovechando que ya lo habías dejado al descubierto para besarlo.

Luz tenue de velas y olor a incienso de coco. Me desnudo lentamente mientras observas sentado en el suelo. Te deleitas con cada movimiento que mis manos hacen sobre mi cuerpo. Sólo me dejo un corpiño de cuero negro ajustado al talle, con una cremallera delantera para dejar al descubierto la piel a medida que avance tu juego. Sin ropa interior. Te espero tumbada sobre las sábanas de raso rojo, recostada sobre mi espalda. Te acercas para besarme y me tapas los ojos con un suave antifaz. Lo último que veo son tus ojos. Y me dejo llevar, en los brazos del placer. Suena de fondo “Roads” de Portishead.

Y empieza el juego.  

El GuardiáN del MaR (III)



Con los ojos tapados se agudizan mis sentidos. Oigo tus pasos alrededor de la cama. Te sientas al lado. No dices nada. Me miras, sé que me estás mirando. Te gusta observarme mientras estoy a tu merced, indefensa, callada, sumisa. Acaricias mi mano derecha y sujetando la muñeca abrochas una cinta de terciopelo alrededor. Besas la palma de la mano y la dejas caer suavemente sobre la sábana para atar la cinta al dosel. Te levantas y te oigo rodeando la cama para situarte al otro lado, pero no te sientas. Sigues callado, yo también. Me dejo llevar por los pensamientos y te imagino arrodillado en el suelo, junto a mí, mientras vas recorriendo mi brazo con tus dedos, muy despacio, hasta mi cuello, para volver a bajar cogiendo mi mano y sujetarla con otra cinta al dosel.

Mi respiración se agita, un beso en los labios me saca de mis pensamientos y me devuelve a la habitación. Noto el aliento de tu boca caliente cerca de mi piel, recorriéndola sin tocarla, desde mi cuello hasta los dedos de mis pies.

Necesito el roce de tus manos en mi cuerpo, sentir tus labios jugando en él, mientras te pido un beso que calme esta necesidad incontrolable que tengo de ti.

Me besas, mordisqueando mis labios. Mi respiración se acelera cada vez más, y eso te excita y te provoca. Huelo tu piel, oigo tus dedos deslizándose por mi cuerpo, noto tu lengua ardiendo, lamiendo, explorando… Lo haces dulce, tranquilo, suave, casi sin rozarme. Juegas con tu boca entre mis piernas, agarrando fuerte mis caderas. Mi voz resuena tímidamente en la habitación, susurrando tu nombre. Me devoras con tus labios.

Se acaba nuestro tiempo y también el juego. Te dejas caer sobre mí, y empiezo a notar tu balanceo, mientras lentamente nuestros sexos chocan insaciables. Te siento al ritmo de la música, de mis gemidos, de tu respiración jadeante, de tu sexo, de tu deseo, de mi deseo… Me destapas los ojos, para que mire los tuyos. Sabes que me gusta ver tu mirada mientras, y ver el brillo de tus pupilas, recordarte cuando no estés, para memorizar cada detalle de tu piel cuando se confunde con la mía, porque tú crees que lo que no se recuerda no existe…

Me desatas las manos y te quedas recostado a mi lado. Me incorporo y me deshago del corpiño, ofreciéndome ante tus ojos, sintiéndome frágil. Cuando me miras, mis piernas tiemblan y se estremecen. Nuestros labios se acercan, mis manos exploran, saboreo tu cuello mientras tus manos rodean mi espalda. Tu boca calma mi sed y mi cuerpo se adosa al tuyo formando uno. Siento tu sexo entre mis piernas, mi boca pegada a tu oído deja fluir mis jadeos y noto como me agarras más fuerte. Tumbado ante mí, me apodero de tu cuerpo, me acomodo en tu regazo y dejo que tu sexo me encuentre. Con mis manos te agarro y te empujo dentro, navegando juntos sobre las sábanas, entre pasiones y deseos, entre momentos de placer intensos.

Recuerdo tus palabras cuando nos conocimos. Nunca una frase se aproximó con tanta exactitud a la realidad:

“El sexo, el amor y el dolor son experiencias límite. Solamente aquél que conoce esas fronteras conoce la vida… El resto es simplemente pasar el tiempo, es repetir una misma tarea, es envejecer, es morir sin saber realmente lo que se está haciendo aquí”

Antes de dormirnos, te acaricio lentamente, recorriéndote con mis dedos para memorizarte. Con mi boca dibujo tu piel. Con mi lengua pinto tu carne. Para no olvidarte...